Non bis in idem.

No puede volver a pasar que el pueblo vote y después un tribunal lo corrija”. Esta frase fue pronunciada el lunes, 19 de septiembre de 2011, por quien aspira a ser presidente del próximo gobierno en las elecciones que se celebrarán el 20 de noviembre. La frase destila un grado de necedad similar a algunas de las que hace años pronunció el actual presidente Rodríguez Zapatero. Basta recordar como ejemplo de todas ellas la que formuló en el parlamento cuando definió la nación como algo discutido y discutible. Bien sabemos ahora, algún tiempo después, lo que tales  desatinos han traído aparejado para nuestro país, una crisis política y económica desconocida en tiempos de democracia. Esta es la razón por la que no deja de asombrar que quien pretende sucederlo prosiga por la misma senda disparatada. Veámoslo.

La proposición de Rubalcaba contiene dos afirmaciones erróneas, aunque de diferente cariz. Una de ellas y no es la más grave, pone en cuestión que los tribunales puedan corregir lo que el pueblo ha decidido. Si lo admitiésemos, tendríamos que abandonar la democracia constitucional en la que vivimos para adoptar una democracia de carácter mayoritario propia de finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuyo exponente máximo lo constituyó la república de Weimar. Toda la reflexión filosófico-política de Kelsen se centró especialmente en tratar de solucionar los problemas que tal democracia mayoritaria conllevaba, para lo que se inspiró en el modelo de democracia constitucional americano que se diferenciaba de la democracia mayoritaria por su defensa de la revisión judicial, justamente lo contrario de lo que Pérez Rubalcaba defiende sin ofrecer ningún argumento. En verdad ni lo tiene ni se puede esperar que lo tenga. Tratar de desmontar un siglo y medio de reflexión jurídico-política con una ocurrencia va más allá de un exceso verbal.

La segunda afirmación sí que es realmente grave, además de mostrar un desconocimiento completo de lo que supone un sistema democrático, asentado como tal en la soberanía popular, esto es, en el poder del pueblo. Ni siquiera plantea el problema de fondo de toda democracia, que consiste en determinar los mecanismos por medio de los cuales el pueblo habla. En su caso, cuando afirma que ‘el pueblo’ vota no se está refiriendo al pueblo que ostenta la soberanía, sino que lo hace en relación con una parte del titular. Para Rubalcaba el pueblo puede ser el pueblo catalán, como el pueblo vasco, como habría que deducir también el pueblo granadino. Si esto fuera así terminaríamos por vivir no ya en el caos de la república de Weimar sino en el circo romano. No es admisible confundir el pueblo soberano con una parte de él, por muchos elementos de identidad cultural que esa parte pueda tener hasta el extremo de considerarlo pueblo desde un punto de vista cultural. No podemos confundir lo que podríamos denominar nación cultural con nación política, que es la única en la que reside la soberanía nacional.

Si expresáramos su error en un lenguaje más próximo a su bagaje, las afirmaciones de Rubalcaba serían lo mismo que tratar de defender que la transformación del plomo en oro o la consecución de la piedra filosofal podría lograrse si formulásemos algunas jaculatorias, al tiempo que bebiéramos una pócima compuesta de ancas de rana e hígados de conejo triturados. Hoy día sabemos que la química poco tiene que ver con esto. Pues lo mismo sucede con sus propuestas, que nada tienen que ver con lo que supone una democracia constitucional, que es por cierto el modelo que se encuentra recogido en nuestra Constitución.

Esperemos que el sentido común del pueblo español nos libre de otros cuatro años más de desorientación.